Puentes levadizos

EL ESFUERZO de la Monarquía por acoplarse a su tiempo es una tarea melancólica. Los juancarlistas suavizan la depresión actual atribuyéndola a malas bodas, un clásico más propio de la burguesía altanera que de una Casa Real, pero en realidad el amor fue consecuencia más de la modernización de la sangre azul; una monarquía fresca y joven que se acerca tanto al pueblo que termina acostándose con él. Querer ser siglo XXI con privilegios feudales: he ahí un drama contemporáneo. Falló la Alianza de Civilizaciones que Zapatero pretendía en Estambul y la tenía en la Almudena. Se propagó la campechanía: hubo un brote campechano que acabó con el dinero fuera de España. ¿Malas bodas? No, bodas estupendas; sólo se rompió una. No era el amor el que no pintaba nada ahí: era la institución. Los reyes, como los curas, son figuras fantásticas cuyo encaje es cada vez más arriesgado, por eso es conveniente no moverse mucho y apiñarse. La religión ha sabido mantener al menos la forma; no hay más que ver la puesta en largo del Vaticano en la entronización del Papa para saber que conserva la estridencia del pasado ciega en sus defectos y virtudes. El de la fe es un espectáculo inamovible artillado con dogmas, por eso la excitación intelectual que produce. La Monarquía es flexible, da bandazos y está supeditada al azar porque su esencia reposa en una familia que no puede separarse de la calle por un puente levadizo como antaño. No es cómodo verla en situaciones tan mundanas, pero no es el pueblo insaciable el que la empuja, sino ella misma al zambullirse en los vicios plebeyos de las sociedades pantalla. Al expirar la tregua expira el reinado, que se mantiene con respiración artificial a la espera de que languidezcan los escándalos y se produzca una transición ejemplar en la Corona. Ajena aún a que no hay mayor escándalo que su supervivencia.